jueves, 2 de septiembre de 2010

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario. 5-9-2010. Lucas, 14, 25-33

El evangelio de hoy comienza, aparentemente, con una exigencia verdaderamente dura:

Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.

Parece como si la intención de Jesús fuera la de desvincularnos totalmente de la familia. Sin embargo, para entender bien dicha frase, debe interpretarse como expresión con un efecto de feed-back. Se trata de una exigencia aterradora y exaltadora a la vez. Si algo nos enseñó Jesús, Palabra de Dios hecha hombre, es la práctica del amor, del amor a los demás. Jesús es el centro, pero el centro arrastra consigo toda una circunferencia. Jesús es el centro, pero cada punto de la circunferencia tiene su especial dignidad. Sobre cada punto recaen amores divinos. Cuando nos hemos entregado al amor de Dios, brota en nosotros hacia los demás un amor más puro, más limpio, más divino. Yo prefiero amar a los míos, y a los demás, con ese amor que nace del amor que Dios nos tiene. Entonces, de nuestro corazón brota una fuente inagotable de amor.

Es así como aprendemos a trascender, a sobrepasar nuestra capacidad inicial de amar. Si perseveramos en la práctica de amar a Dios, a Jesús de Nazaret que se nos da en la Eucaristía, una alegría profunda irá naciendo en nuestros corazones. Hay algunas cosas que sólo se pueden aprender con una práctica constante y entregada, y se se persevera en ella, se descubre que se consigue algo que en principio parecía imposible. La religión nos enseña a descubrir nuevas capacidades de la mente y del corazón. Dios hace en nosotros maravillas cuando tratamos de amarlo de verdad.

Cuando no se practica la religión como espacio dedicado a Dios, se pierde has la facilidad de hacerlo.

En este evangelio, aparecen a continuación dos pequeñas parábolas. La primera trata de una persona que va a construir una torre y que antes debe calcular sus gastos para no fracasar. En la segunda, se trata de un rey que va a dar una batalla. Pero antes debe reflexionar sobre si es posible la victoria; de no estar seguro, buscará una negociación.

Da la impresión de que estas dos parábolas no tienen nada que ver con lo exigido por Jesús en el comienzo del evangelio de hoy, ni con lo afirmado al final del mismo:

El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.

Por esta razón, algunos expertos afirman que estas dos parábolas no fueron pronunciadas por Jesús, sino que son obra de la primera comunidad cristiana. Nos invitan a la reflexión y a medir las posibles consecuencias de nuestros actos. No está por demás.

Compromiso: meditar sobre la verdad del efecto feed-back explicado en este evangelio.

 
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