jueves, 11 de noviembre de 2010

Domingo XXXIII del tiempo ordinario. 14/11/2010. Lucas, 21,5-19.

   En el evangelio de hoy me referiré a aspectos relacionados con el Templo de Jerusalén, su destrucción y consecuencias de la misma para los cristianos. En la concepción judía, su Templo representaba a todo el universo, de manera que cualquier interferencia en sus rituales llevaría consigo una catástrofe cósmica.

   Se dan predicciones apocalípiticas en varios pasajes del Antiguo Testamento, como se ve en los libros de Daniel, Ezequiel, Esdras. El punto de mira de todas estas calamidades está en la profanación del Templo, que se considera un sacrilegio desolador y se refiere al rey helenista Antioquio Epifano que levanta en el mismísimo Templo, un altar pagano a Zeusen en el año 164 antes de Jesucristo, tal como se dice en el libro bíblico de Daniel, 9,27.

   El evangelista Lucas sustituye esta dicha profanación del Templo por el asedio a Jerusalén en el año 70 después de Cristo. Al menos, esto el lo que generalmente aceptan los críticos. Tan profanado queda el Templo que no queda en él piedra sobre piedra. Siendo como es la mentalidad judía, este suceso debe ir seguido de gran conmoción a causa de la profanación tan radical del Templo. Y tendrá también consecuencias en la evolución del cristianismo.

   Cuando muere Jesús en la cruz, tras los horribles sufrimientos por los que hubo de pasar, los primeros cristianos siguen participando de los cultos del Templo judío y, por tanto, en los sacrificios de animales. Pero, con la nueva visión cristiana, y el arraigo del bautismo junto con la eucaristía, los cristianos se van independizando de la obligación de acudir al Templo de Jerusalén y, finalmente, la destrucción total del mismo provoca una profunda reflexión cristiana para quedarse con lo más esencial.

   Sigamos este ejemplo de quedarnos siempre con lo más esencial. Y, para defenderlo, por tratarse de las cosas de Dios, al que debemos amar en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, es decir, todos los días de la vida, debemos estar siempre preparados. Dice Jesús en el evangelio de hoy que, por ser fieles, se nos perseguirá, se nos llevará ante las autoridades y se nos encarcelará e incluso se nos matará o, por lo menos, se nos odiará.

   ¡Vivamos siempre fieles a Dios! Sepamos valorar lo más esencial de nuestra fe: la vida en unión con Dios y con su enviado Jesús de Nazaret. Podemos prescindir de otras cosas que no son esenciales, aunque se hayan hecho costumbres. Pero, de la oración, de la unión con Dios, de la presencia amorosa de Jesús en la comunión, del mandamiento del amor a los demás, no debemos olvidarnos  nunca. El testimonio debe ser vivo entre nosotros y para con los demás, cueste lo que cueste.

   Práctica:
   Como ya se propuso alguna otra vez, releer pausada y reflexivamente el comentario evangélico.

 
Licencia de Creative Commons
Teología Ovetense by longoria is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-SinObraDerivada 3.0 Unported License.