lunes, 19 de diciembre de 2011

Natividad del Señor. Ciclo B. 25/12/2011. Juan, 1,1-18.

   Nos fijamos hoy en tres palabras fundamentales del evangelio de este domingo: la palabra, la vida y la luz. La palabra de Dios hace todo lo que dice. Dice el Génesis en el relato de la creación "Hágase..." y fue hecho. La palabra divina trae a la existencia todo lo que hay en el mundo. Gracias a la actividad de Dios en el mundo los seres humanos pueden experimentar algo de la realidad inaccesible de Dios. En lo limitado de las cosas saboreamos la infinitud de Dios. Ante un paisaje bello nos sumergimos en la presencia y belleza divinas. Lo creado nos conduce al que con su palabra lo creó.

   Dice el evangelio de hoy: "En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres". Este pasaje parece que no dice gran cosa y, sin embargo, es muy significativo. Afirma que la vida era la luz de los hombres, contrariamente a lo que afirmaban los judíos. Para estos, la verdadera luz era la Ley de Dios. Para el evangelio de hoy la verdadera luz es la vida. Y es que en la vida está el hombre de carne y hueso. Está el hambriento, el necesitado. Está el hombre que necesita ayuda, está el prójimo a quien debo amar, al menos como a mí mismo. Y sé que amando al prójimo ya he cumplido toda la ley de Dios y amo de verdad a Dios. Ahora, sí puedo hacer oración, ahora estoy en disposición de crecer en amor a Dios. Encuentro a Dios en el mundo y el mundo, entonces, me lleva a Dios y me hace amarlo. Y el mundo, me hace también encontrarme con Dios y descubrir su misterio como veíamos antes. La vida y el mundo me llevan a Dios. La luz de la vida procede de Dios creador, no de Dios legislador. La Ley, que como la luz para los judíos, pretendía guiar la conducta del hombre, no le comunicaba vida. Era luz sólo en apariencia.

   Ahora, la Palabra como compendio de la vida y de la luz, vino a su casa, al mundo, y a cuantos la aceptaron los hizo capaces de hacerse hijos de Dios. Hijos de Dios si tenemos las mismas obras que Él, es decir, que Dios. Por eso, insistíamos arriba en la necesidad de amar a los demás, es decir, tener las obras de Dios y, de esta forma, ser hijos de Dios. Lo seremos realmente si mantenemos la adhesión a su persona.

   Terminamos reconociendo que la Palabra creadora se hizo carne y habitó entre nosotros. Y que a Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único es quien lo ha dado a conocer.

   Compromiso:
   Reflexionar, como creyentes, que Jesús nos hace presente a Dios en la tierra.

 
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