lunes, 16 de abril de 2012

III Domingo de Pascua. Ciclo B. 22/04/2012. Lucas, 24,35-48

   El evangelio de Lucas es una verdadera explosión pascual en forma de catequesis cristológica. Lucas sitúa el principio de la pascua en Jerusalén. Es allí a donde vuelven los discípulos de Emaús y cuentan cómo reconocieron a Jesús resucitado en el partir el pan. La comunidad está reunida y gozosa porque ha resucitado Cristo y se ha aparecido a Simón Pedro. Los discípulos van adquiriendo experiencia religiosa, mística y real de Jesús resucitado. Muchas de estas experiencias tienen lugar en la celebración eucarística que desde un principio realizan los cristianos. Haced esto en memoria mía, había dicho Jesús en la última cena.

   El creyente que, hoy día, vive de verdad la eucaristía, comprende ciertamente la presencia misteriosa de Jesús. No hay en ello sugestión alguna. Es una presencia misteriosa que se manifiesta al creyente de una forma real y pacífica. Es el mismo Jesús resucitado en su plenitud de anonadamiento y poder. Es un misterio de la fe, pero real. Sólo el que lo vive puede dar testimonio pacífico de ello.

   En el evangelio de hoy, se nos dice que era tanta la alegría de los discípulos que, de tanta alegría que tenían dentro, no les parecía verdad la resurrección de Jesús. Para convencerlos, Jesús les pide algo de comer. Es verdad que un cuerpo resucitado y glorioso no come ni bebe. Pero, Jesús necesita fortalecerlos en la fe. La profunda realidad del suceso la desconocemos. Habrá mucho más de experiencia religiosa auténtica y profunda que de otras clases de experiencias.

   Este evangelio termina con algo que sucede a muchos creyentes: Jesús abre el entendimiento a los discípulos para que entiendan. Es Dios mismo quien abre nuestro entendimiento en muchas ocasiones y lo que se nos presentaba lleno de oscuridad, se manifiesta de pronto con una gran luz.

   Los discípulos comprenden ahora cómo estaba escrito que el Mesías padecería y resucitaría y que en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados.

   La pascua, la resurrección de Jesús, nos da una experiencia de conversión y perdón. La razón para convertirse no es el miedo a la condenación. La razón para convertirnos es que Dios nos ama. Por la gracia de la resurrección pascual, Cristo nos ama, nos perdona y nos transforma espiritualmente. Por eso, hay que proclamar en su nombre la conversión y el perdón de los pecados. El mismo triunfo de Jesús puede convertirnos, haciéndonos vivir en gracia y esperanza.

   Compromiso:
   Sabes que Dios te ama de verdad. ¡Pues, dirige tu vida hacia él!

 
Licencia de Creative Commons
Teología Ovetense by longoria is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-SinObraDerivada 3.0 Unported License.