martes, 7 de junio de 2016

XI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C. 12/06/2016. Lucas 7,36-50

   El hilo conductor de las lecturas de hoy es el perdón de los pecados. Es un tema verdaderamente interesante, pues, si somos sinceros, como afirma un dicho, el santo peca siete veces al día. Por lo tanto, siete veces tendrá que pedir perdón o, al menos, diariamente al acostarse.
 
   La primera lectura (2 Samuel 12,7-10.13) nos presenta al profeta Natán recriminando al rey David. Dios afirma, por su boca, todos los beneficios que le concedió a David, entre ellos poner en sus brazos todas las mujeres de Saúl con lo que ello representa. Sin embargo, le afea haber matado a Urías y haberse quedado con su mujer. David responde a Natán, el profeta, con total arrepentimiento. Y, ante tan sincero arrepentimiento, Natán le comunica: el Señor perdona tu pecado. Cuando un pecador se arrepiente de verdad ante Dios, este sin ninguna duda, lo perdona. Cuando obramos así quedamos justificados. Aprendamos a pedir perdón al prójimo y a Dios y sintámonos realmente perdonados. Podemos, pues, comulgar.
 
   La carta de Pablo a los Gálatas (2,16.19-21) es de un significado maravilloso y profundo. Nos enseña que nos justificamos por la fe en Cristo Jesús, no por las obras que manda la ley de Moisés o la ley natural. Justificarnos no significa que Dios mira para otro lado para no ver nuestros pecados, que siguen estando en nosotros, no han sido borrados. Justificarnos, en Pablo, quiere decir que Dios borra nuestros pecados, ya no los tenemos, y nuestro interior, nuestra alma, están llenos de la gracia de Dios. Estamos totalmente santificados. Dios puede mirarnos de frente, pues nuestros pecados han sido borrados realmente. Y esto se logra por la fe, por la aceptación de Cristo Jesús. Pablo nos da una enseñanza más profunda que la de la primera lectura. Si además de pedir perdón a Dios, sabemos que la fe en Cristo ha limpiado y transformado nuestra alma, ahora sí que podemos ir a comulgar, a recibir a Jesús, con verdadero amor y confianza. Podemos echarnos realmente en sus brazos. Entonces es Cristo quien vive en mí.
 
   Ya en el evangelio, diremos que esta lectura es un pasaje que nos anima a activar los sentidos. Hay que leerla y releerla. Una mujer pública irrumpe en un banquete donde está Jesús. Los invitados se echan sobre almohadas inclinadas, con la cabeza junto a la mesa y los pies extendidos hacia atrás. Por eso, le es fácil a la mujer pública ungir los pies a Jesús. Es bastante seguro que Jesús ya le habría hecho cambiar de vida. Sus lágrimas serían de gratitud. Ella regó los pies de Jesús. Los enjugó con sus cabellos, los cubrió de besos y los ungió con perfume. Jesús le dice, según el original griego, que sus pecados ya han sido perdonados. Han sido perdonados porque tuvo mucho amor y por su mucha fe. No hay fe si no hay amor. La fe supone amor y viceversa. Y Dios es entrañablemente misericordioso por eso se rinde y perdona a los que, de verdad, saben amarle a él y al prójimo.
 
   Compromiso:
   leer el evangelio de hoy y, con él, hacer oración.

 
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