miércoles, 10 de agosto de 2016

XX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C. 14/8/2016. Lucas 12, 49-53

 
   Las lecturas de este Domingo flotan sobre la idea del testimonio. O, mejor, están inmersas en él. En este sentido, tocan la fibra de lo que hoy necesita el mundo: un testimonio activo, eficaz, que no consiste tan solo en que nos vean cumplir una serie de prácticas religiosas. El verdadero testimonio es el fruto de dichas prácticas, viene después de ellas. O antes. Se influyen mutuamente.
 
 
   El libro de Jeremías (38, 4-6. 8-10) es el segundo más extenso de la Biblia. El profeta anuncia una serie de calamidades que escandalizan al pueblo, ya que verá como el magnífico templo es reducido a cenizas y las gentes son llevadas cautivas. Jerusalén quedará vacía. Ante prédica tan desmoralizante, pero que puede ser real por la actitud del pueblo que se aleja de Dios, cogen a Jeremías y lo arrojan a un aljibe sin agua, pero con mucho barro en el fondo, para que se hunda en él y muera de hambre. Por fin, Jeremías es liberado. ¡Cuántas veces tendremos que clamar como el salmo de hoy (salmo 39): "Señor, date prisa en socorrerme"!
 
 
   En la carta a los Hebreos (12, 1-4) el autor nos manda correr en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en Jesús. Jeremías hubo de predicar y predicó aunque su vida corriera peligro. Es decir, dio testimonio como debe darlo cualquier creyente. Hebreos nos recuerda que todavía no hemos llegado a la sangre, como Jesús, o como los mártires actuales, podemos añadir nosotros. O como San Maximiliano Kolbe, clérigo franciscano que dio su vida para salvar a un condenado por los nazis, que era padre de familia. Cambió vida por vida y se la aceptaron. Sucedió en Auschwitz durante la segunda guerra mundial. Un gran testimonio, dado por amor a Jesús, a Dios y al prójimo.
 
 
   En el evangelio, dice Jesús que "ha venido a prender fuego en el mundo y que ojalá ya estuviera ardiendo". Y que él "no ha venido a traer la paz, sino la división". Lo comenta maravillosamente el Papa Francisco. Dice que vivir la fe no es decorar la vida con un poco de religión o con algunas prácticas religiosas, como se decora una tarta con nata. La fe no es eso. La fe no es la paz de los sepulcros, de los cementerios. No es una paz a cualquier precio. La fe comporta renunciar al mal, al egoísmo, a las injusticias, aunque vaya contra nuestros propios intereses. Y esto perjudica, a menudo, nuestros propios intereses. O vivimos para nosotros mismos o vivimos para Dios, pendientes de hacer el mayor bien posible a los demás, que no es sólo bien material, de ayuda en la necesidad, sino también de ayuda espiritual.
 
 
   Esta conducta es la que, a veces, divide y es signo de contradicción.
 
 
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