martes, 19 de octubre de 2010

Domingo XXX del tiempo ordinario. 24/10/2010. Lucas, 18,9-14.

   En el evangelio de hoy, se presenta a dos personas oralmente muy distintas y que suben al templo a orar. Uno era fariseo y el otro un publicano.

   Para el comentario de este pasaje de Lucas, podemos empezar haciéndonos la siguiente pregunta: ¿No es más seguro y tranquilo, sobre todo para los que somos fieles a la religión, seguir con nuestros deberes, méritos y pecados, que sabemos bien cuáles son? Pero, Jesús, a menudo desconcierta a los que lo escuchan.

   El fariseo reza poniendo por delante todos sus méritos y su excelente buena conducta. Se compara con el publicano y se siente mucho más cerca de Dios. Sus obras las considera muy meritorias y le hacen capaz de poder exigir a Dios.

   El publicano, en cambio, se mantenía a distancia, no se atrevía a alzar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho diciendo: "Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador".

   En efecto, los publicanos eran considerados impuros y pecadores. Eran judíos que vivían de una actividad despreciable. Cobraban tasas de peaje por el tránsito de mercancias en los puestos fronterizos y en las puertas de algunas ciudades. Las cobraban para los romanos, extranjeros que dominaban el país y no eran de religión judía. Juntamente con el cobrar impuestos, ellos se las arreglaban para medrar personalmente. Eran pecadores públicos.

   Por lo que se ve, el fariseo y el publicano suben al templo a la hora en que se ofrecen sacrificios para el perdón de los pecados. mientras tanto, ellos examinan su conciencia.

   Que el publicano rectifique su vida es prácticamente imposible. Nunca podrá reparar sus abusos ni devolver a sus víctimas lo que les robó, ¡fueron tantas! No puede dejar su trabajo de recaudador porque no tiene otra forma de vivir bien y alimentar a su familia, en una época en que existe mucha pobreza. El publicano no tiene otra salida que la de echarse en los brazos de Dios y abandonarse a su misericordia.

   Jesús concluye su parábola con una sorprendente afirmación: el publicano marchó justificado ante Dios y el fariseo no, porque no fue humilde, todo lo confió a sus méritos.

   En el reino de Dios no se funciona desde la justicia elaborada por la religión, sino desde la misericordia insondable de Dios. Si nos miramos un poco hacia dentro ¿no percibimos realmente esta experiencia en el fondo de nuestro ser?

   Un ejemplo: en un hospital, una mujer debe operarse a vida o muerte. Está separada y rehizo su vida con otro hombre. Siente la misericordia de Dios en el fondo de su corazón. Llama al sacerdote y este, en vez de obrar como lo haría Dios, siendo comprensivo, le dice que o se separa del hombre que la hace realmente feliz o no le da la absolución. Pide algo imposible para esta mujer; no puede prometerlo y se va a la operación, confiando en la misericordia de Dios. Este abandonarse en Dios es lo mejor que ha podido hacer. Dios la justificó sin lugar a duda, como lo hizo con el publicano del evangelio.

   Compromiso:
   Acostúmbrate a sentir a Dios como profundamente comprensivo y misericordioso.

 
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